
De Wuhan a la “píldora roja”: origen de las conspiraciones
Autoría: Roberto Pichardo Ramírez
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Recientemente escuché decir que México es un país sediento de conspiraciones. Es cierto que no somos el único territorio en donde mucha gente va por ahí con sombreros de papel aluminio y estampitas en las cámaras de sus computadoras. Para muestra, un vistazo al calendario: escribo esto en 11 de septiembre, una fecha totémica que en Estados Unidos es sinónimo de tragedia tanto como de teorías de confabulación.
El fenómeno de la conspiración y la paranoia que esta provoca (la “conspiranoia”) es resultado de la necesidad humana de comprender la realidad a través del relato. Somos las historias que contamos; por lo tanto, importa mucho cómo relatamos lo complejo, qué información omitimos y por qué enfoque nos inclinamos. Cuando el ansia por respuestas se cruza con discursos manipulados, terminamos por enterrar la lógica debajo de emociones impulsivas.
En nuestro tiempo, las conspiraciones no solo prevalecen como una visión distorsionada y reduccionista de los hechos, sino que se amplifican y reúnen adeptos a gran escala a través de las plataformas de internet. La pandemia de COVID-19 es un ejemplo evidente de este efecto: la compra masiva de papel higiénico, la ingesta de cloro para combatir la enfermedad y los numerosos relatos del origen del virus se esparcieron con tal fuerza que la mayoría de las personas no tuvo más que creerlos o hacer oídos sordos.
De acuerdo con Jan-Willem van Prooijen y Karen Douglas, las teorías de conspiración funcionan como mecanismos para afrontar momentos de crisis; el problema radica en que el mundo —y en concreto, México— es un espiral de crisis: entre violencias sistémicas, corrupción, desastres naturales, crisis económicas, devastación medioambiental y abusos de poder, parecería que el país no ha tenido un respiro del caos en décadas.
Quizá por eso nuestras discusiones sobre los problemas estructurales se reducen a la inercia histórica a la miseria (“siempre ha sido así”), la imposibilidad de pensar en futuros mejores (“todo está arreglado”) y a la colusión entre poderosos (mi papá les dice “los chicos malos”). Esto resulta peligroso en tiempos en los que el entorno ha dejado de favorecer el pensamiento crítico en favor de lo efímero, lo inmediato y lo gratificante: lo queremos todo bonito y de inmediato, que mañana ya no sirve.
Lo que hacen estas perspectivas es arrojarnos socialmente a una narrativa que nos despoja de historia. El drama de vivir en el anacronismo es que, si el presente está determinado por el pasado sin más, “porque sí y ya”, no puede existir tal cosa como el futuro. Esa es la gravedad de dormir en los laureles de la posverdad y contentarse con una percepción cómoda de la realidad: ¿para qué mover un dedo si igual todo está perdido? O peor aún: si el mundo es un desastre, hagámoslo grande otra vez.
Hay quienes recurren a estos discursos para instalar ideologías peligrosas en las mentes más vulnerables. Véase el caso irónico de la “píldora roja”: la metáfora de la película Matrix (dirigida por dos mujeres trans) se ha convertido en la puerta de entrada para hombres jóvenes a movimientos conservadores en los que predomina la misoginia, la homofobia y el culto al cuerpo en favor de la “energía masculina”.
Cuando los hechos son eclipsados por relatos simplistas cargados de odio, la realidad se nubla y perdemos nuestra capacidad de agencia. Esto también es llamativo: nos pensamos un paso adelante del resto, inmunes al engaño, cuando en realidad ya caímos en la trampa de dejar de hacer las preguntas adecuadas. Lo anticipó George Orwell en 1939, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial: “Nos hemos hundido hasta una profundidad en la cual la reformulación de lo obvio es el primer deber de [las personas] inteligentes”. En clave periodística: frente a la conspiración, la verificación.