
Docentes emocionalmente inteligentes
Autoría: Alejandra Alpuche Vélez
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En 1997 Fernando Savater señalaba en su libro El valor de educar que la profesión de maestro es “la tarea más sujeta a quiebras psicológicas, a depresiones, a desalentada fatiga acompañada por la sensación de sufrir abandono en una sociedad exigente pero desorientada” (p.10), por ello consideraba a la educación como un acto de coraje y valentía humana, por lo que invitaba a los cobardes o recelosos a abstenerse de la misma.
En 2016 se hacía pública la carta de un profesor uruguayo que señalaba que se había cansado de pelear contra los celulares y las redes sociales, por lo que se “rendía y tiraba la toalla”, ya que estaba harto de estar hablando de asuntos para él apasionantes y que los estudiantes no pudieran despegar la vista de su teléfono.
En 2024, la UNESCO publica el estudio La urgencia de la recuperación educativa en América Latina y el Caribe, el cual señala entre sus conclusiones, la manifestación de un retroceso en los niveles de aprendizaje de magnitudes variables después de la pandemia, y también subraya la importancia de trabajar en el bienestar socioemocional de las comunidades educativas.
Los tres ejemplos anteriores son solo una muestra de los retos y desafíos que enfrenta cualquier docente frente al aula, aunado a condiciones estructurales que impactan y también se viven dentro de las escuelas como la desigualdad o la violencia; así como condiciones propias de cada institución como falta de materiales o infraestructura, ambiente laboral competitivo o sueldos y tipos de contratación indignos. Asimismo, no se puede ignorar el hecho de que, como cualquier ser humano, habrá que agregar a esta lista los problemas y asuntos personales de cada docente.
La intención de describir este contexto no consiste en victimizar al docente, señalar que es la profesión más difícil del mundo o hacer un llamado a resignificar y revalorar la vocación de un educador (aunque ésta última es fundamental para resolver muchas problemáticas que afectan al profesorado), sino más bien para evidenciar la imperiosa necesidad de que cualquier docente sea formado y trabaje en su inteligencia emocional.
La inteligencia emocional es un concepto que ya no es nuevo, y que Daniel Goleman lo definía como la capacidad de reconocer, entender y gestionar las emociones propias, así como las emociones de los demás. En este sentido, se requiere de habilidades clave como la autoconciencia (conocer y comprender las emociones propias), la autorregulación (manejar las emociones de manera saludable), la motivación (usar las emociones para alcanzar metas y mantenerse motivado), la empatía (reconocer y entender las emociones de los demás), y las habilidades sociales (manejo de relaciones de manera efectiva y construir conexiones positivas).
Todas estas habilidades son fundamentales para llevar a cabo procesos educativos significativos que de verdad cumplan con los objetivos formativos y académicos. Y es que un docente no podría educar en la autoconciencia o la autorregulación, si ella o él mismo, no lo practica; inclusive sería imposible retroalimentar a un estudiante o a su familia, sin autoconciencia o autorregulación, especialmente en situaciones conflictivas. Por otro lado, no puede existir aprendizaje si el docente no establece conexiones positivas en su relación con el estudiante, ya que para aprender es necesario que exista un vínculo afectivo entre ambos actores. Por lo mismo, se requiere empatía, especialmente para comprender a generaciones distintas; y finalmente, la motivación está conectada con la profunda vocación que debe existir para enfrentar y superar los reveses de cada día.
Por lo anterior, esta es una invitación a realizar una autoevaluación hacia lo que pudiera estar faltando como individuo; a revisar planes y programas de la formación de estudiantes en educación y de los docentes en servicio; así como a buscar espacios para el cuidado de la salud mental y la expresión sana de las emociones.